Lord Henry se lo había explicado, y lord Henry sabía
cómo eran las mujeres. ¿Qué razón había para preocuparse por Sibyl Vane? Ya no
significaba nada para él. Pero, ¿y el retrato? ¿Qué iba a decir del retrato? El
lienzo de Basil Hallward contenía el secreto de su vida, narraba su historia.
Le había enseñado a amar su propia belleza. ¿Le enseñaría también a aborrecer
su propia alma? ¿Volvería alguna vez a mirarlo? No; se trataba simplemente de
una ilusión que se aprovechaba de sus sentidos desorientados. La horrible noche
pasada había engendrado fantasmas. De repente, esa minúscula mancha escarlata
que vuelve locos a los hombres se había desplomado sobre su cerebro. El cuadro
no había cambiado. Era locura pensarlo. Sin embargo, el retrato seguía
contemplándolo, con el hermoso rostro deformado por una cruel sonrisa. Sus
cabellos resplandecían, brillantes, bajo el sol matinal. Los ojos azules del
lienzo se clavaban en los suyos. Un indecible sentimiento de compasión le
invadió, pero no por él, sino por aquella imagen pintada. Ya había cambiado y
aún cambiaría más. El oro se marchitaría en gris. Las rosas, rojas y blancas,
morirían. Por cada pecado que cometiera, una mancha vendría a ensuciar y a
destruir su belleza. Pero no volvería a pecar. El cuadro, igual o distinto,
sería el emblema visible de su conciencia. Resistiría a la tentación. Nunca
volvería a ver a lord Henry: no volvería a escuchar, al menos, aquellas teorías
sutilmente ponzoñosas que, en el jardín de Basil Hallward, habían despertado en
él por vez primera el deseo de cosas imposibles. Volvería junto a Sibyl Vane,
le pediría perdón, se casaría con ella, se esforzaría por amarla de nuevo. Sí;
era su deber hacerlo. Sin duda había sufrido más que él. ¡Pobre chiquilla! ¡Qué
cruel y egoísta había sido! La fascinación que provocara en él renacería.
Serían felices juntos. Su vida con ella sería hermosa y pura. Se levantó de la
silla y colocó un biombo de grandes dimensiones delante del retrato,
estremeciéndose mientras lo contemplaba. «¡Qué horror!», murmuró, y,
acercándose a la puerta que daba al jardín, la abrió. Al pisar la hierba,
respiró hondo. El frescor del aire matutino pareció ahuyentar todas sus
sombrías pasiones. Pensaba sólo en Sibyl. Un débil eco del antiguo amor
reapareció en su pecho. Repitió muchas veces su nombre. Los pájaros que
cantaban en el jardín empapado de rocío parecían hablar de ella a las flores.
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