Una carroña
Alma mía,
recuerda el objeto que vimos
esa hermosa
mañana de verano:
al volver
un sendero, una infame carroña
en un cauce
sembrado de guijarros.
Levantadas las
piernas, como un lúbrico gesto,
trasudando
ardorosa sus venenos,
entreabría
de un modo indiferente y cínico
su vientre
rebosante de vapores.
Vimos cómo
aquel sol se ensañaba en la podre
como para
dejarla bien cocida,
devolviendo
con creces a la Naturaleza
todo cuanto
ella misma había unido.
Contemplaban
los cielos el soberbio esqueleto
como una
flor a punto de brotar.
El hedor
era tal que allí, sobre la hierba,
creíste
desplomarte desmayada.
Sobre aquel
vientre pútrido se afanaban las moscas
y salían
negruzcos batallones
de unas
larvas movibles como un líquido espeso
entre
aquellos andrajos de la vida.
Todo
aquello se hundía y se hinchaba encrespándose
con
destellos de espuma en las olas,
como un
cuerpo animado por un soplo indecible
cuya vida
creciese en sí misma.
Y ese mundo
engendraba una música extraña,
como el
agua que corre y el viento,
como el
grano agitado por la rítmica mano
al girar
revolviéndose en la criba.
Se borraban
las formas, no eran más que un ensueño,
un esbozo
que tarda en perfilarse
en la tela
olvidada, y que acaba el artista
reviviendo
tan sólo un recuerdo.
Tras las
rocas había una perra impaciente
que tenía
en los ojos el furor,
acechando
el momento de volver a roer
los
manjares que tuvo que soltar.
-¡Y pensar que
serás igual que esta carroña,
que te
espera la misma podredumbre,
tú, la
estrella y el sol de mis ojos, mi vida,
tú, ángel
mío, a quien llamo mi pasión!
Así tienes
que ser, soberana de encantos,
tras aquel
sacramento que es el último,
cuando bajo
la hierba y el mantillo del camp
enmohezca
tu cuerpo entre los huesos.
Oh, beldad
mía, entonces di a los crueles gusanos
que contigo
tendrán festín de besos,
que
conservo la forma y la esencia divina
de estos
amores míos que son polvo.
(Charles Baudelaire)
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