La confesión de Jekyll
[E]l hombre no es verazmente uno, sino verazmente
dos. Y digo dos, porque mis conocimientos no han ido más allá. Otros seguirán,
otros llevarán adelante estas investigaciones, y no hay que excluir que el
hombre, en último análisis, pueda revelarse una mera asociación de sujetos
distintos, incongruentes e independientes. Yo, por mi parte, por la naturaleza
de mi vida, he avanzado infaliblemente en una única dirección. Ha sido por el
lado moral, y sobre mi propia persona, donde he aprendido a reconocer la
fundamental y originaria dualidad del hombre. Considerando las dos naturalezas
que se disputaban el campo de mi conciencia, entendí que se podía decir, con
igual verdad, ser una como ser otra, era porque se trataba de dos naturalezas
distintas; y muy pronto, mucho antes que mis investigaciones científicas me
hicieran lejanamente barruntar la posibilidad de un milagro así, aprendí a
cobijar con placer, como en un bonito sueño con los ojos abiertos, el
pensamiento de una separación de los dos elementos. Si éstos, me decía,
pudiesen encarnarse en dos identidades separadas, la vida se haría mucho más
soportable. El injusto se iría por su camino, libre de las aspiraciones y de
los remordimientos de su más austero gemelo; y el justo podría continuar seguro
y voluntarioso por el recto camino en el que se complace, sin tenerse que
cargar de vergüenzas y remordimientos por culpa de su malvado socio. Es una
maldición para la humanidad, pensaba, que estas dos incongruentes mitades se
encuentren ligadas así, que estos dos gemelos enemigos tengan que seguir
luchando en el fondo de una sola y angustiosa conciencia. ¿Pero cómo hacer para
separarlos? […]
Y al llegar a mi dormitorio contemplé por primera
vez la imagen de Edward Hyde. Pero aquí, para intentar una explicación de los
hechos puedo confiar sólo en la teoría. El lado malo de mi naturaleza, al que
había transferido el poder de plasmarme, era menos robusto y desarrollado que
mi lado bueno, que poco antes había destronado. Mi vida, después de todo, se
había desarrollado en nueve de sus diez partes bajo la influencia del segundo,
y el primero había tenido raras ocasiones para ejercitarse y madurar. Así
explico que Edward Hyde fuese más pequeño, más ágil y más joven que Henry
Jekyll. Así como el bien transpiraba por los trazos de uno, el mal estaba
escrito con letras muy claras en la cara del otro. El mal además (que
constituye la parte letal del hombre, por lo que debo creer aún) había impreso
en ese cuerpo su marca de deformidad y corrupción. Sin embargo, cuando vi esa
imagen espeluznante en el espejo, experimenté un sentido de alegría, de alivio,
no de repugnancia. También aquél era yo. Me parecí natural y humano. A mis
ojos, incluso, esa encarnación de mi espíritu pareció más viva, más individual
y desprendida, del imperfecto y ambiguo semblante que hasta ese día había
llamado mío. Y en esto no puedo decir que me equivocara. He observado que
cuando asumía el aspecto de Hyde nadie podía acercárseme sin estremecerse
visiblemente; y esto, sin duda, porque, mientras que cada uno de nosotros es
una mezcla de bien y de mal, Edward Hyde, único en el género humano, estaba
hecho sólo de mal.
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