Los hermanos de
Mowgli
Papá Lobo díjole gravemente:
—Mucho hay de verdad en lo que dijo Shere Khan. Es
necesario enseñar el cachorro a la manada. ¿Persistes en guardártelo, mamá?
—¡Guardarlo! —respondió ella suspirando— Desnudo
vino, de noche, hambriento y solo, y, con todo, no tenía miedo. Mira: ya echó a
un lado a uno de mis hijos. ¡Y ese carnicero cojo quería matarlo y escaparse
después al Waingunga, en tanto que los campesinos, en venganza, venían aquí al
ojeo en nuestros cubiles! ¡Guardarlo! ¡Por supuesto que lo guardaré! Acuéstate
quietecito, renacuajo. Vendrá el tiempo, Mowgli —porque en adelante llamaré a
su merced Mowgli, la rana— en que no sea usted el cazado por Shere Khan, sino
quien le cace a él.
¡Al tigre! ¡Al
tigre!
— ¡Por el toro con que fui rescatado! —se dijo Mowgli—.
Toda esta charla no es sino una especie de examen como el que sufrí en la
manada... ¡Bueno! Hombre he de volverme, al fin, si soy un hombre.
Cuando la mujer le hizo señas a Mowgli para que se
dirigiera con ella a su choza, se disolvió el grupo. En la choza había una cama
roja barnizada; una gran caja de tierra cocida para guardar granos adornada con
dibujos en relieve; seis calderos de cobre; una imagen de un dios indio, en un
pequeño dormitorio, y, en la pared, un espejo, un verdadero espejo como los que
venden en las ferias rurales. La mujer le dio un buen trago de leche y un poco
de pan; después, colocándole la mano sobre la cabeza, lo miró en los ojos, y
pensó en si realmente aquel sería su hijo que volvía de la selva a donde el
tigre se lo había llevado.
— ¡Nathoo! ¡Nathoo! —le llamó. Pero Mowgli no dio
ninguna señal de que conociera ese nombre. -¿Recuerdas aquel día en que te regalé
un par de zapatos nuevos? —Tocó los pies del muchacho y vio que estaban casi
tan duros como si los tuviese revestidos de una superficie córnea. —No —prosiguió
tristemente—, esos pies nunca llevaron zapatos. Pero te pareces mucho a mi
Nathoo y de todas maneras serás mi hijo.
Sentíase Mowgli oprimido porque nunca antes se había
visto bajo techado. No obstante, al mirar la cubierta de bálago que tenía la
choza, pensó que sería fácil romperla cuando quisiera escaparse; además, la
ventana carecía de pestillo.
— ¿De qué me sirve ser hombre —se dijo— cuando no
entiendo el lenguaje de los hombres? Soy como un bobo y un sordo, y esto le
ocurriría también a cualquier hombre que se encontrara en la selva entre
nosotros. Deberé, pues, aprender ese lenguaje.
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